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EL TEATRO NUESTRO

Buenos Aires, 8 de abril de 2014,- A treinta años del nacimiento de Teatro Abierto, la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación organizó, en 2013, el concurso de dramaturgia “Nuestro Teatro”, como una forma de homenajear a aquellos realizadores que crearon ese espacio de resistencia y libertad creativa. Las tres primeras obras ganadoras seleccionadas, “El reportaje”, de Santiago Varela; “Padre e hijo, contemplando la sombra de un día”, de Luis Cano, y “El cruce, farsa sindicalista”, de Fabricio Ariel Rotella, suben a escena, los martes 8, 15, 22 y 29 de abril, a las 21. Organizado por el Plan Nacional Igualdad Cultural -una iniciativa del Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios, y la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación– las localidades pueden retirarse de manera gratuita el mismo día, 2 horas antes de la función, por la boletería del restaurado Teatro El Picadero, que fuera sede de Teatro Abierto durante 1981. Foto: Augusto Starita / Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación.

Por Hugo Urquijo

Desde luego que sí. Existe una identidad del teatro nuestro. Nadie confundiría una obra de Tito Cossa o de Mauricio Kartun con una obra estadounidense o inglesa. O polaca, llegado el caso. Nuestra identidad como nación está hecha de una materia muy compleja que lleva a crear esa identidad también en el teatro. Somos un país que tomó forma sobre la base de lo que los españoles encontraron en estas tierras, pueblos originarios que fueron silenciados y radiados o exterminados. De ellos poco queda como rastro hoy en lo teatral. Historizando, encontramos allí manifestaciones como el teatro gauchesco, que es el primer germen teatral argentino y que sería heredero de lo circense unido con los personajes gauchescos. Durante la colonia coexistían con un teatro más “culto” de origen español, pero que debe de haber sido muy formal y al estilo del teatro del siglo XIX, muy alejado de la verdad en la actuación, que trajo el realismo europeo de finales del XIX con Ibsen a la cabeza.

Los españoles y los italianos inmigrantes de fines del siglo XIX son los que más han aportado a la creación de un teatro nuestro. Más los italianos que los españoles, quizá. Porque la marca del grotesco, que es tan nuestro, nos viene de allí. El sainete, que reflejaba la vida del inmigrante en los conventillos, fue dando lugar al grotesco, que no es más que la expresión nuestra del tragicómico: la tragedia de la penuria del recién llegado pobre y hacinado en conventillos tomada en clave de humor dio nacimiento a ese género tan argentino. Luego vendrían las derivas neo. El neogrotesco es una herencia directa y muy reconocible en autores de las décadas del 60 y del 70. Claro que a esa altura el panorama ya se había complejizado con otras influencias que nos vienen también de afuera pero que nuestros autores tamizan y hacen propias. El teatro del absurdo de mediados del siglo XX (con Esperando a Godot a la cabeza) entró con fuerza en estas latitudes y en el mundo porque expresaba el sinsentido y el absurdo de posguerras mundiales y marcó otra corriente que fue y sigue siendo fuerte. Autores como Pavlovsky o Griselda Gambaro son impensables sin esa influencia.

A medida que fue avanzando el siglo XX y mucho más en el XXI, la globalización fue de la mano de las penetraciones culturales, y la llegada de las influencias europeas y extranjeras ahora no se corresponde con algo tan profundo como la inmigración. Así es cómo el teatro argentino incorporó e hizo propios con su sello identitario las influencias del grotovskismo y el teatro más corporal y menos textual en los 70, o la creación colectiva, o la impronta de lo narrativo.

Ni hablar de lo argentino en otro aspecto fundamental del teatro: lo actoral. Reconocido en el mundo de habla hispana, el actor argentino es sumamente valorado. Aquí vale la pena detenerse y evaluar el fenómeno. Recogimos lo mejor de la actuación española con los actores refugiados en los años 40, pero sobre la base de una idiosincrasia muy italiana en la expresión que fue esencial. A esto se le suma un elemento fundamental: desde el teatro independiente llegó a nuestras costas la enseñanza del método stanislavskiano de actuación, que propone una actuación verdadera y personal, nada artificiosa ni exterior. Stanislavski llegó con su libro Preparación del actor, que Inda Ledesma leyó en francés y Alejandra Boero en inglés. Hedy Crilla recibió a Carlos Gandolfo, Augusto Fernandes y Agustín Alezzo dispuestos a experimentar y desarrollar lo que ese “librito” decía sobre la improvisación, el sentido de verdad, la adaptación al partenaire. Ellos fueron los artífices del teatro La Máscara en los años 60, que marcó una época y sembró una serie de maestros. El resto es historia reciente y conocida: el teatro independiente dejó una herencia vocacional fortísima que hace que haya 180 pequeñas salas sólo en Buenos Aires, donde las nuevas generaciones se forman, experimentan, producen todo el tiempo. Aunque no puedan vivir del teatro. Eso ha dado un caudal enorme de actores y actrices que nos enorgullecen y siguen marcando la identidad del teatro argentino.

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