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LA IGLESIA Y LOS DERECHOS QUE SUPIMOS CONSEGUIR

Por Mariano Fabris. El 2 de abril de 1987, Raúl Alfonsín aguardó a que monseñor Antonio Medina culminara su homilía para subir al púlpito y responderle al prelado por las acusaciones que había lanzado sobre supuestos negociados en la administración pública. Tiempo después, en octubre de 1988, respondió al documento episcopal “Sólo Dios es el señor” –en el que los obispos se manifestaron en duros términos frente a la situación del país– recordando el escándalo del Banco Ambrosiano, en el que se había visto implicado el Vaticano. Estas actitudes del presidente reflejaron momentos específicos de su mandato, pero no pueden generalizarse a toda su gestión. Ni el liderazgo político de Alfonsín ni su presidencia se resuelven en un puñado de imágenes, sin duda, potentes. En lo que respecta a las relaciones con la Iglesia católica, no hubo un camino lineal, hubo momentos de tensión y de confrontación, pero también de coincidencias en un escenario en el cual las convicciones ideológicas pesaron menos que las necesidades políticas inmediatas. Los temas relacionados con la familia, a pesar de ser los más conflictivos, no escaparon a esta lógica. Alfonsín eligió a un dirigente democristiano, Enrique de Vedia, como secretario de Desarrollo Humano y Familia. Bajo su gestión, y con el acompañamiento de otros dirigentes del PDC, se elaboró el proyecto de modificación del régimen de patria potestad. El proyecto implicaba una equiparación de derechos entre los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio y el establecimiento de la patria potestad compartida entre el padre y la madre. Los sectores tradicionalistas dentro del catolicismo denunciaron que con la nueva legislación se alteraba un orden natural que dependía de Dios. Si bien la modificación era relevante en sí misma, ya que alentaba cambios sustantivos en las relaciones familiares, la cuestión de fondo para la Iglesia era que el fantasma del divorcio vincular emergía en el horizonte cercano.

LA DISPUTA POR EL DIVORCIO

La aprobación del divorcio vincular en la Argentina tuvo una importancia significativa porque resolvió una problemática concreta –la que enfrentaban las personas que, separadas, no podían regularizar nuevas relaciones– y porque fue una expresión del proceso de construcción de la laicidad. El largo camino que condujo a su aprobación incluyó momentos de confrontación, pero también un final despojado de toda épica. Es posible afirmar que este proceso fue resultado de un entramado de vínculos político-eclesiásticos que, si bien debió ajustarse a los cambios sociales y políticos de la transición democrática, no desapareció, como postulaban algunos sectores intelectuales.

Durante la campaña electoral que llevó a Alfonsín a la presidencia, el del divorcio no fue un tema convocante y los partidos mayoritarios no se expresaron con claridad al respecto. En ese contexto, la ubicación de la Iglesia en el espacio de complicidad con la dictadura era un discurso bastante minoritario y lo que tendía a destacarse era su labor de intermediación entre militares y civiles en busca de una salida a la crisis política desatada con la derrota en Malvinas. Si bien luego de concretarse el retorno de la democracia varios proyectos que incluían el divorcio ingresaron al Congreso, Alfonsín no habilitó el debate hasta 1986 e incluso evitó hacer referencias claras sobre el tema. El vicepresidente, Víctor Martínez, y su hermana, la diputada Fausta Martínez, por el contrario, rechazaron el divorcio taxativamente y se constituyeron en los dirigentes oficialistas mejor dispuestos a los argumentos del tradicionalismo católico. Las indefiniciones del gobierno no aplacaron los temores de la Iglesia. La mayoría de los obispos y parte del clero y del laicado vivieron dos años en estado de “alerta y movilización”. Documentos, panfletos, propaganda, homilías, jornadas, congresos, etcétera, fueron algunas de las iniciativas que llevó a cabo una densa red de grupos bajo el liderazgo de Emilio Ogñenovich, obispo de Mercedes.

EL COMETIDO DE LA IGLESIA

Esta actividad de la Iglesia se intensificó en 1986 en respuesta a la decisión del oficialismo de avanzar, ahora sí, en el debate sobre el divorcio. El punto cúlmine se alcanzó en julio de ese año, cuando una raleada Plaza de Mayo recibió a la Virgen de Luján, que, por segunda vez en la historia, salía de la basílica en procesión. Durante el trayecto hasta la Capital, la imagen recibió el afecto de los creyentes, reunió a curiosos, pero no movilizó a demasiados militantes en “defensa de la familia”. Los pronósticos sobre el debate no eran alentadores para la Iglesia y, efectivamente, en agosto la Cámara de Diputados le dio media sanción con holgura a la propuesta mayoritaria. La Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal tuvo una última reacción que no hizo sino empeorar las cosas. Recomendó que no se permitiera participar de la misa a los diputados que habían votado a favor del divorcio. El rechazo que despertó la propuesta episcopal exteriorizó las diferencias entre los obispos. Este fue el último episodio de la escalada de tensiones. Desde entonces, la cúpula eclesiástica, a través de su presidente, Raúl Primatesta, el gobierno y la oposición coincidieron en la necesidad de postergar la aprobación definitiva del divorcio. El objetivo de la Iglesia era que ello ocurriera luego de la visita del Papa, programada para abril de 1987. Y así fue, nueve meses después de la media sanción de los diputados, el Senado trató y aprobó sin sobresaltos la inclusión del divorcio vincular en la legislación argentina. El contexto era otro, la Iglesia había dejado atrás la sensación de derrota y había movilizado a una multitud para recibir a Juan Pablo II. Para el gobierno las cosas también eran diferentes. La Ley de Punto Final había sido insuficiente para calmar los reclamos militares y luego del levantamiento carapintada de Semana Santa se aprestaba a aprobar la de Obediencia Debida. En el futuro inmediato, las elecciones de septiembre serían una prueba de fuego para su gestión en la transición democrática.

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