Por Mariano Beldyk. El golpe del péndulo no ha tocado tope en América latina. Al contrario, lo que sucedió en 2018 da cuenta de que el arco por describir puede ser aún mayor. De aquella región de gobiernos de relatos románticos y espíritu rebelde ante la influencia hegemónica de Washington hace tan sólo una década a la composición actual, una en la que el alineamiento con el Norte se ha vuelto la regla para posicionarse en la integración regional. Un viraje que se concreta bajo la sombra de un puritanismo moral cada vez más explícito que amenaza con sofocar años de luchas y conquistas de las minorías sociales.
En este contexto, paradójicamente, las dos economías más grandes de la región son protagonistas de cambios inéditos en sus mandos. Por primera vez, México tiene un gobierno que no es del eterno PRI ni de los conservadores del PAN, sino que se eleva de la mano del hombre al que siempre los mercados tacharon como el cuco izquierdista, Andrés Manuel López Obrador. Y en Brasil, un líder marginal del pensamiento extremo, Jair Bolsonaro, ha conquistado el poder a lomos de un sistema institucional roto en su lazo más íntimo con la sociedad tras años de destape público de las cloacas políticas.
De esta forma, el mapa latinoamericano hace equilibrio en un año con elecciones clave en la Argentina que incidirán en el devenir de la región. Y los polos de poder se reconfiguran en estos dos personajes tan disímiles entre sí pero, a la vez, hijos de un fenómeno similar que recorre a la región, como ocurre en otros lugares del mundo: el de la desconfianza y el despecho para con el sistema de partidos tradicionales. Y pese a que ninguno de los dos ha espantado por completo al establishment, ni AMLO ni Bolsonaro, está claro en quién depositan hoy sus preferencias los mercados.
PERSPECTIVAS
A nadie le caben dudas hoy de que el poder económico no se casa con nadie. Se enamora, sí, de forma impredecible de algunos de los fenómenos que mejor se ajustan a sus intereses, con la misma facilidad con la que luego los traiciona. Si Mauricio Macri fue el niño mimado en el ocaso de 2015 y los primeros meses de 2016, hoy es Bolsonaro el objeto de deseo. No en vano, correspondió a un largo anhelo al depositar el dibujo de la frontera productiva de las reservas indígenas en los grandes latifundistas que dominan el ministerio en Brasil. Sus promesas de privatizaciones y reformas previsionales y laborales más profundas es todo lo que ellos quieren escuchar.
En los primeros días de gobierno, los activos brasileños cerraron con repunte récord y una apreciación del real, no importa que nadie pueda dar certezas de cómo piensa Bolsonaro concretar sus ambiciosos planes con un Congreso ultrafragmentado y el inevitable choque entre desarrollistas y neoliberales en su gabinete. Al contrario, miran con recelo a AMLO por la impronta social de los presupuestos que presentó a mediados de diciembre, sin atender al claro dominio legislativo que su partido consiguió en las elecciones del año pasado. El Banco Central de México, Banxico, fue lapidario en su reporte de enero: “Las políticas contempladas por el gobierno federal pueden generar distorsiones y afectar la eficiencia en la asignación de recursos en la economía y, por tanto, a la productividad”.
Semejante complacencia con Bolsonaro tiene un nombre. Por lo menos, la revista británica The Economist lo llamó “La tentación de Pinochet”, para rememorar que la región ya “experimentó antes mezclando la política autoritaria y economía liberal” a “un costo humano y social terrible”. Dicha aceptación abarca la defensa, por acción u omisión, del líder en cuestión sólo por ser parte de una misma familia política.
El ascenso al poder de Bolsonaro no puede despegarse del bagaje de ideas que lo acompañó por años en la política, por más pragmatismo que se imprima al vínculo bilateral con Brasil. El rechazo a la política de género, a los derechos de los homosexuales a contraer matrimonio, al estatus de los negros en su país, a la situación de las mujeres, incluso su complicidad con quienes cometieron los crímenes más aberrantes en la última dictadura en su país, lesiona el tejido social. Que algunos de los exponentes europeos por años de estas ideas, como el húngaro Viktor Orbán, se hayan mostrado en la toma de poder de Bolsonaro es un indicativo de cuán seria y peligrosa es esta fuerza que gana adeptos por todo el mundo y ya conquista gobiernos.
DIOS, POR SOBRE TODO
“Atención, atención. Comienza una nueva era. Los niños visten de azul, las niñas de rosa.” Las palabras de la pastora “terriblemente cristiana” –como se autodefine– Damares Alves al tomar posesión del Ministerio de Mujer, Familia y Derechos Humanos es un claro ejemplo de cuán lejos puede llegar el golpe de péndulo. Católico ferviente, Bolsonaro ha congregado el voto evangélico sobre la base de que desterrará del Estado la bandera de la lucha de género y, entre sus primeras decisiones, removió al colectivo LGBTI de los beneficios de las políticas de derechos humanos.
Dios aparece cada vez más como justificativo último de las ideas políticas, lo que deja un escaso margen para el racionalismo en una arena donde deberían prevalecer los argumentos por sobre lo metafísico. “Dios por sobre todas las cosas” es un grito de guerra en Brasil y en otras partes de la región. Lo enarboló Bolsonaro y también su esposa, en lenguaje de señas, en la toma de poder. También se pudo leer en el primer cruce de mensajes públicos por Twitter con el presidente estadounidense Donald Trump.
Colombia es otro país que atraviesa un revivalde puritanismo social. Felipe Restrepo Pombo, director de la revista Gatopardo, ilustró el alcance de esa erupción de oscurantismo cultural con la cancelación del show en septiembre del año pasado de una banda sueca de metal, Marduk, por decisión de la alcaldía de Bogotá y su titular, Enrique Peñalosa. Grupos cristianos los habían tildado de “adoradores de Satán”, los mismos que respaldaron el ascenso del presidente Iván Duque al poder.
Hasta AMLO, en México, debió aliarse a Encuentro Social, una de las fuerzas más conservadoras del país, para conformar la coalición que lo depositó en el Palacio Nacional. La diferencia es que su socio terminó disuelto luego de los comicios por no alcanzar el mínimo porcentaje de votos que exige la ley mexicana para seguir activo. Si tal extremismo tuviera un equivalente político en Brasil, bien podría encontrarse en las promesas del ministro de la Casa Civil, Onyx Lorenzoni, de poner fin “a las ideas socialistas y comunistas”, a coro con las declaraciones de Bolsonaro.
En este cúmulo de derechas que se propagan por la región –Mario Abdo, en Paraguay; Sebastián Piñera, en Chile; Martín Vizcarra, en Perú; Iván Duque, en Colombia, y Jair Bolsonaro, en Brasil–, el gobierno de Cambiemos termina en el arco de las derechas “racionales”, si se juega con las categorías acuñadas por el intelectual y ex canciller mexicano Jorge Castañeda para dividir a la izquierda latinoamericana, en la década anterior, entre pragmáticos y dogmáticos. Esto no significa que el péndulo no pueda oscilar todavía más en este país. Referentes sobran, dentro y fuera del actual gobierno.