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YIRA QUE YIRA LA VIDA

Por María Seoane. Directora de Contenidos Editoriales

Antes del desembarco de las plataformas digitales que derraman series a pedido, existió un tiempo en que las telenovelas marcaron la vida de los argentinos. Hay dos nombres asociados en los orígenes: Alberto Migré y Rolando Rivas, taxista. Si hay un momento fundacional para esa mixtura de sexos como audiencia y el rating de las historias por capítulo es el que los unió en la pantalla aún en blanco y negro. Cada capítulo trepaba en el rating hasta superar los 50 puntos, entre el 7 de marzo de 1972 y el 27 de diciembre de 1973, cuando se emitió el último capítulo protagonizado por Claudio García Satur, como Rolando, y Soledad Silveyra, como Mónica Helguera Paz; y luego por el actor y Nora Cárpena. Ninguna serie concitó, nunca, la pasión por el género que despertó esta telenovela del gran Migré, cuya vida y obra contó Liliana Viola en su notable biografía de quien supo hacer que, por primera vez, no sólo las mujeres sino también los hombres, sin vergüenza, se apasionaran con esa historia de amor tan porteña como el taxi negro y amarillo que se apoderaba de la ciudad. Migré –y la química en la pantalla entre García Satur y Solita Silveyra (que casi le cuesta el matrimonio, según confesó años más tarde)– logró lo que nadie había logrado en la TV argentina: que una telenovela parara el país todos los martes a las 22 de cada semana por Canal 13, cuando Julio Sosa cantaba el tango “Taxi mío” –con música de Carlos Taboada y letra de Rodolfo Taboada: “Yira que te yira a través de la ciudad./ Este taxi mío es un mundo en libertad,/ mundo que, de tanto en tanto, habita/ el apuro de llegar a alguna cita./ Cada pasajero que consigo levantar/ es un libro extraño que yo aprendo a deletrear./ Seres con su cielo, con su infierno,/ con sus ganas de reír o de llorar”. Puedo recordar a mi prima, que pidió demorar su cesárea para ver el final de la telenovela; mi faltazo a un examen de Estadística II para no perderme el capítulo 21; la pelea de mi primo con un amigo que insultó “la histeria” de la protagonista porque en ese capítulo Mónica obliga a Rolo a trompearse por celos en un bar; las largas discusiones entre algunos militantes sobre si era posible que “un tachero y una cheta ricachona” de doble apellido no sólo se enamoraran sino que se casaran y fueran felices. Al final, el curso de la historia les dio la razón para desgracia de tantos corazones que apostaron a que el amor atraviesa fronteras y es eterno. No fue así en la telenovela de Migré ni en la vida de los argentinos, porque la escribió y se emitió en momentos tremendos de la historia nacional, el tiempo en que la guerrilla se desataba contra el ciclo dictatorial iniciado en 1966, el comienzo del fin de la proscripción del peronismo y el regreso de Juan Perón, primero en noviembre de 1972, luego de años de exilio, la politización creciente de miles de jóvenes, entre victorias y tragedias, como la de Ezeiza en junio del 73, cuando ocurrió el regreso definitivo del viejo líder; el ascenso de Héctor Cámpora y final de la primavera de libertad a los presos políticos y el inicio maldito de la Triple A, organización terrorista de derecha que los secuestraba y mataba de nuevo ante la creciente ola guerrillera de autodefensa y asalto al cielo de una patria socialista perdida para siempre, aunque no lo supieran todavía. De violencia en violencia, miles de argentinos no se querían perder, sin embargo, esa historia de amor contrariado que martes a martes nos contaba Migré, como el gran maestro de amor en tiempos violentos. Porque Rolando Rivas, taxistano sólo hablaba de amor, de celos, de las diferencias de clase, de los antagonismos políticos, de la condición de la mujer, de los tabúes del sexo, de las crisis económicas, de las costumbres porteñas, de los miedos y las sombras con los que terminaba la primavera política del 73 y comenzaba el camino hacia el infierno del 76. El final infeliz de Rolando Rivas, taxista fue el final infeliz de aquella Argentina del 70 en donde no sólo fracasó el amor sino el acuerdo sobre un país posible para todos. Migré escribirá más de 700 libretos, con una maestría para el suspenso sólo conocida en las obras del gran Alfred Hitchcock. Y su mayor éxito entonces fue reflejar como nadie que la pasión personal era también social y política en los desgarramientos y empatías que sus personajes despertaron en la vida de miles y miles de argentinos.

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