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Escribir para no morir

Cuando Alfonsina Storni dio a conocer el poema “La loba”, incluido en su primer libro, La inquietud del rosal, publicado en 1916, no tuvo gran repercusión inicial en el mundillo literario, pero sí en su actividad cotidiana: debió renunciar a su trabajo de oficina. Para sus patrones, que fuese madre soltera podía pasar, pero que lo proclamara desafiante en versos “escandalosos” era demasiado. Con el tiempo, la propia Alfonsina dirá: “¡Dios te libre, amigo, de La inquietud del rosal! Pero lo escribí para no morir” en el encierro oficinesco, donde “el sol pasa por el techo pero no puedo verlo”. Lo que no quita que, en esa Argentina en proceso de cambio, mujeres que como Alfonsina rompían el molde tradicional por momentos se sintiesen como “lobas” frente al “rebaño de ovejas” que, al mismo tiempo, se burlaban de ellas y les temían. Luego de perder su trabajo como oficinista, comenzó a ganarse la vida con sus colaboraciones en El Hogar, Mundo Argentino y La Nota y su columna “Bocetos Femeninos”, firmada como Tao Lao para La Nación. Alfonsina había nacido en 1892, en el cantón suizo del Tesino, en una temporada en que sus padres (ítalo-suizos pero ya inmigrados a la Argentina) pasaron en su país de origen. Cuando tenía cuatro años, la familia volvió a San Juan, donde comenzó la escuela primaria. Los negocios de su padre no iban bien y en 1901 se instalaron en Rosario. En 1909 ingresó en la Escuela Normal Mixta de maestros rurales en Coronda y, para mantenerse, trabajó como celadora. En 1911, ya recibida, mientras daba clases en Rosario, comenzó a colaborar con revistas y se sumó al Comité Feminista santafesino, del que fue vicepresidenta. Pero ese mismo año dio “el mal paso”, quedó embarazada y decidió migrar a Buenos Aires, donde en abril de 1912, el año de la Ley Sáenz Peña, tuvo a su hijo, Alejandro. Nunca reveló quién fue el padre, pero la tradición oral (o la fábula) menciona a un político santafesino, diputado provincial, mayor que ella y, claro está, casado. En Buenos Aires, Alfonsina, madre “natural” como dirían las leyes, se ganó la vida con los más diversos empleos. También dio clases en el Teatro Infantil Lavardén y en el Conservatorio Nacional de Música y Declamación. Al mismo tiempo, mostraba una producción literaria que no muchos de sus colegas (masculinos o femeninos) podían igualar: El dulce daño (1918), Irremediablemente (1919), Languidez(1920), Ocre (1925). Para fines de los años 20, junto con la chilena Gabriela Mistral y la uruguaya Juana de Ibarbourou, Alfonsina integraba el trío de escritoras sudamericanas más reconocidas. Era, además, ya un “personaje” de la vida literaria porteña, atacada desde los más diversos ángulos, el de los “patriarcas” literarios, como Leopoldo Lugones, y el de los “muchachos” de la vanguardia de entonces, que se nucleaban en la revista Proa y luego en Martín Fierro. Para entonces, su participación en las tertulias literarias, como la famosa “Peña” del Café Tortoni, sus artículos y libros habían comenzado a ganar nuevos públicos para las autoras y nuevos espacios para la presencia femenina. Incluso mujeres de su misma generación, como Victoria Ocampo (dos años mayor que Alfonsina), que cobrarán notoriedad en los años 30, le deberán esa tarea de precursora. El resto es historia conocida, el cáncer, los desengaños, el dolor inconmensurable y el suicidio en Mar del Plata. Es de lamentar que a Alfonsina muchos argentinos la conozcan más por su muerte que por su vida y su maravillosa obra, su exquisita poesía y su compromiso con su tiempo. Fue otra víctima de esos seres, con representantes en todas las épocas, que pusieron mucho más empeño en juzgarla que en comprenderla, valorarla y contenerla. No entendieron nada, ni su vida ni su muerte.

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